Primera escala
Breve introducción:
El poeta hace de las palabras su
mundo visible. En muchos casos desaparece como persona –y concomitantemente se
eclipsa también de la circunstancia
que como individuo pueda ceñirlo- para
reaparecer en el texto poético. En otros casos no se ausenta sino escudriña su
“ser en el mundo” desde las perspectivas que el modo lingüístico emergente de la
propia subjetividad le impone. De una u otra forma recrea las opacas visiones
que el común de la gente asume como objetivas, las socava, y al mismo tiempo libera al código de las trampas de la
enunciación, reinventa sus formas, hace resplandecer la polisemia, entreteje la música y el
silencio.
La vocación o la pasión son la
fuerza motriz de su empeño. La escritura,
por regla casi general, se impone a quien parece centrar su interés en ella. Pero la lectura también ha
tenido su parte en el asunto. El poeta es,
habitualmente, un ávido lector de poesía; se reconoce en otras voces,
que lo precedieron o lo acompañan desde la contemporaneidad. Podría decirse –a
pesar de las malas jugadas a que lo somete su pertenencia a esa especie de secta- que existe cierta
fraternidad poética. El poeta, a menudo, invoca a otros congéneres. Tal vez
como una marca de inclusión en la clase. Tal vez como quien necesita reafirmar
ciertos lazos de parentesco. Tal vez como forma de distanciamiento o de
contraste. O, simplemente, por entusiasmo o
reconocimiento hacia el poder transformador que emana de
aquel a quien dedica su atención. No necesariamente se percibe en el otro a un maestro o a un guía. El auténtico creador no ve reflejado
su movimiento expresivo en sombras tutelares. Su tejido sígnico solo se apega
al flujo interior hecho de vivencias y alternancias siempre singulares.
El otro es su par en una esfera donde lo que prima es la disparidad. Si el
bardo traspone su íntimo círculo de entrega, lo hace para encontrar en el
imaginario ajeno aquello que él debe desimaginar
-mediante hábil desarmado, tanteo
e indagación- para reencaminar la
elocuencia de sus imágenes.
Un ejemplo ilustrativo al
respecto es el de Jorge Luis Borges. Ha homenajeado con su palabra a muchos
otros escritores, dedicando sus versos a Leopoldo Lugones, a Camões, a Gracián,
a Poe, a Keats, entre otros. La vastedad de sus lecturas justifica esa
presencia plural. La escritura de Borges resulta inconfundible. Sus temas, sus claves,
su agudeza expresiva y hasta su métrica y rima confirman un estilo
absolutamente único. El encuentro verbal con sus predecesores o coetáneos es un
encuentro más allá de la filiación, la estima o el contraluz. Se trata más bien
de una afinidad que tiene lugar en el centro
vital de la palabra. En ese goce que se desliza desde el desciframiento
a la gestación.
Otros autores han dedicado composiciones
a algún camarada de ensueños poéticos. Y aunque no hayan sido tan profusos como
Borges en esa materia, han logrado
hallar, en la voz del poeta al
que se refieren, el eco que resuena al
paso de su travesía creadora y el
vibrante resplandor que da vida a las formas.
De ese recorrido imaginario pretende dar cuenta
esta pequeña muestra. Se trata de un viaje a través del tiempo y la distancia geográfica. Un viaje que
atraviesa estilos, peculiaridades y
tomas de posición.
Jorge Luis Borges, por Hermenegildo Sabat. |
BLAKE
¿Dónde está la rosa que en tu
mano
prodiga, sin saberlo íntimos
dones?
No en el color, porque la flor es
ciega,
ni en la dulce fragancia
inagotable,
ni en el peso de un pétalo. Esas
cosas
son unos pocos y perdidos ecos.
La rosa verdadera está muy lejos.
Puede ser un pilar o una batalla
o un firmamento de ángeles o un
mundo
infinito, secreto y necesario,
o el júbilo de un dios que no
veremos
o un planeta de plata en otro
cielo
o un terrible arquetipo que no
tiene
la forma de la rosa.
Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-1986).
William Blake (Inglaterra, 1757-1827).
Fuente: Borges, Jorge Luis, Obra
poética, Buenos Aires, Emecé Editores, 1986. El poema pertenece al libro: La
cifra (1981).